Estamos llegando a extremos de crisis en la democracia de la región. Lo vemos en el reciente cierre de la asamblea parlamentaria en Ecuador y en simultáneo en el Perú afectado por la desconfianza y el cuestionamiento al Parlamento, entre escándalos de impunidad de los llamados niños, los sueldos vulnerados de trabajadores o la elección del defensor del Pueblo a quien no corresponde, entre algunas vergüenzas recientes que se banalizan. No consideran que en los últimos seis años, hemos tenido seis presidentes, ocho intentos de vacancia presidencial, un golpe de Estado, una disolución del Congreso y en el gobierno de Dina Boluarte, protestas con más de 60 muertos. La política peruana no da la talla y los poderes ejecutivo y legislativo tampoco. Sus actores parecen no darse cuenta de la gravedad que implica su deslegitimación. No tenemos líderes sociales y políticos y tampoco instituciones con legitimidad y capacidad para dar orientación y seguridad a la sociedad. Y en la región se multiplican casos similares y peores porque se agrega la crisis económica. Hay una sensación de bloqueo, de ineptitud y de ausencia de iniciativas para salir del hoyo y avanzar. No se toman decisiones por interés nacional, prevalecen los intereses particulares y de grupo, la mezquindad se enseñorea sin importar si la crisis se profundiza y la democracia y sus instituciones se erosionan de manera suicida. El defensor del Pueblo que el Congreso acaba de elegir es más que un síntoma. Es la evidencia de la distorsión del poder político que afecta a la democracia y al país. ¿Sería mucho pedir que los buenos congresistas que todavía hay se pongan de acuerdo en una agenda mínima de interés nacional que rescate el Congreso de la pendiente en que se encuentra?

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