La pandemia del COVID-19 ha desnudado el desprecio creciente de nuestras autoridades por el histórico carácter religioso del pueblo peruano. No estoy siquiera refiriéndome al fervor católico de la inmensa mayoría de peruanos, sino a la expresión democrática de la libertad religiosa, consagrada en la Constitución Política del Perú.

Las medidas adoptadas hace un año nos dejaron sin Semana Santa y los creyentes asentimos porque la irrupción de la pandemia nos cogió sin poder determinar las inmediatas contingencias al ser sorprendidos por el rápido impacto en el número de contagiados y de muertos.

Así, las cuarentenas e inmovilizaciones obligatorias fueron cumplidas escrupulosamente por todos de tal manera que hasta la posibilidad de protestar se hubiera visto impertinente y descabellada. Pero los meses de responsable paciencia fueron de la mano con la aceptación de un proceso de normalización en fases que siempre creí racional y coherente.

De hecho, los protocolos iban siendo adoptados para las diversas actividades en la sensata idea de coadyuvar a la reactivación nacional, incluida la reapertura de los vuelos nacionales e internacionales que aplaudimos; sin embargo, ¡Oh, sorpresa!, los templos,  parroquias y en general, lugares de culto, jamás estuvieron contemplados llamando la atención de las autoridades religiosas por la evidente e imperdonable marginación, más aún ante la incontrastable evidencia de que los templos son mucho más espaciosos que un avión, atestado de pasajeros.

Los autores de las restricciones ni por asomo van a misa y seguramente ni tuvieron pasado parroquial para recibir los sacramentos, y hasta deben ser parte del grueso de ateos y renegados, estratégicamente sembrados en los ministerios de Educación y de Cultura, y responsables de que nuestros hijos cuenten con exiguas horas lectivas para el desdeñado curso de religión, arrebatadas para sumarlas otro sobre ideología de género.

Con un país llenos de santos -ni les importó oficializar Duelo Nacional por la muerte de monseñor Luis Bambarén, el pastor de los pobres del Perú-, y habiendo culminado una reciente cuarentena, dictarla para los días de la inminente Semana Santa, sin escuchar el clamor de la feligresía escrupulosamente protocolizada, es un intolerable abuso del poder.