Las recientes palabras de la presidenta del Congreso, María del Carmen Alva, desnudan la vigencia de nuestra fractura social no corregida en 201 años de vida republicana por falta carácter de las autoridades que prefirieron el confort al terror de ser vistos como resentidos sociales. El Perú no es un país de blancos e indios.

Creerlo así es ignorancia completa. El debate de Valladolid entre fray Bartolomé de las Casas y el jurista Ginés de Sepúlveda (1551), que concluyó que los indígenas eran seres humanos con alma en contra de la idea racista de Sepúlveda, no sirvió de nada o de muy poco. Somos un país mestizo que es distinto. Pero hay quienes no se reconocen por la riqueza del sincretismo derivado por la presencia española. Cuesta aceptar nuestra diversidad y verla como máxima fortaleza, viviendo, en cambio, de estereotipos y desdeñándonos por nuestras razas.

Ese es el drama de los peruanos y por ello, no fue por capricho que Ricardo Palma nos recordó como una sociedad acomplejada, inquiriendo: “el que no tiene de inga tiene de mandinga”. La sala de recibimientos para dignatarios, diplomáticos y otros visitantes que llegaban hasta el Congreso de la República, en su momento fue cambiada a “Sala Manco Cápac” pero los adictos al “estatus” volvieron a llamarla “Sala de Embajadores”, para emular a las formas protocolares en el Palacio de Torre Tagle, sede de nuestra diplomacia. Persiste el alineamiento negándonos frente al espejo todo el tiempo. Razón tenía J.C. Mariátegui al decir que el Perú “es un país de rótulos y etiquetas”, por lo que comer pachamanca o cuy, o no tener apellidos compuestos y con rima, para algunos sigue siendo lo mismo que no tener “clase”.