El populismo es una corriente ideológica con matices singulares en Latinoamérica; aliada de lo políticamente correcto, los gobernantes dicen lo que el pueblo desea escuchar en todo momento y no lo que un estadista está llamado a comunicar en cada circunstancia. Si el gobernante carece de mayoría parlamentaria buscará la popular. La labor de las encuestas oficiales será medir continuamente el resultado de su retórica y contrastarla con la aceptación que tiene el legislativo, donde también existen opositores populistas. El populismo es una estrategia de conexión utilizada como instrumento para otros fines subalternos: la perpetuidad de una “dictablanda” con un cambio de rostro en cada proceso electoral.

El gobernante populista tiene que ser abanderado de algo que le permita concentrar la atención, ya sea una preocupación, malestar e indignación colectiva permanente (la lucha contra la extrema riqueza, la corrupción, los políticos tradicionales), dirigiendo un ataque selectivo a sus enemigos o a quienes pudieran serlo como candidatos opositores en el próximo proceso electoral. El populismo crónico frena la institucionalidad en favor de la personalización del poder, ya no es el partido sino el candidato, no es el Estado sino el presidente. Si en la misma escena añadimos altos grados de informalidad, el Estado se hace invisible a los ojos ciudadanos y empodera la imagen mediática del gobernante que dice lo que la mayoría desea escuchar.

Los estados democráticos son institucionalizados por definición y dejan poco margen de actuación al populismo. El Poder Judicial y el Parlamento se convierten en grandes muros de contención que impiden propagar y echar raíces las políticas tóxicas en la sociedad, declarando inconstitucionales sus actos arbitrarios o negando su apoyo político, respectivamente. Por eso, no existe un estado constitucional y desarrollado que carezca de un sólido sistema de administración de justicia.