Leonardo Polo decía que el profesor universitario es aquel que se dedica a alcanzar el saber superior. Alcanzar el saber superior implica una renuncia vital, una especie de voto personal que modifica toda la vida del ser humano que profesa la enseñanza. La Biblia habla de las delicias de la sabiduría y los grandes libros del sendero reservado a la erudición. Ciertamente, la vida del profesor universitario, la búsqueda de la verdad, la justicia y la belleza, es de por sí una fuente inagotable de satisfacciones que van más allá del plano material. Si en todas las sociedades el profesor universitario es fundamental para el desarrollo, en el Perú, del profesor universitario depende la regeneración nacional. Sin él no habrá Bicentenario que valga la pena.

En efecto, la destrucción de la familia y la pérdida de confianza en la religión hacen que la juventud gire su cabeza en busca de certezas. Si la universidad es incapaz de ofrecerlas, ¿entonces para qué existe? Una cosa es la duda metódica y otra, muy distinta, el relativismo evanescente que esteriliza toda pulsión creadora. Los países, para crecer, necesitan crear e innovar y el motor de la creación intelectual de un pueblo es su universidad. El profesor universitario es el operario de la máquina mental, el encargado de poner en funcionamiento la fábrica de nuestro futuro.

Polo tenía razón. La ciencia es una cosa pública, acaso la más importante de las cosas públicas. Para una ciencia de alta calidad que transforme la sociedad necesitamos profesores universitarios capaces de incardinarse en la academia global cumpliendo con todo lo que ello implica. Este es un reto en el que todos estamos de acuerdo.

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