Con mezquitas vacías -La Másyid al-Haram, el primer lugar santo del islam, en Arabia Saudita, luce prácticamente desierta-, por las medidas de aislamiento social por la pandemia en el mundo musulmán -excepcionalmente, en Pakistán en algunas de ellas, se han resistido a cerrar sus puertas a la oración-, el pasado 23 de abril ha comenzado la Fiesta del Ramadán, la celebración islámica del ayuno por excelencia.

Más de 1850 millones de fieles del Islam en el mundo, lo viven en completo respeto, conforme las exigencias de esta importante religión monoteísta, que fuera fundada por Mahoma, el Profeta Mayor, en el 622 d.C., en la península arábiga, al haberse producido la experiencia histórica, conocida universalmente como la Hégira, que fue la migración o hiyra -algunos la refieren erradamente como huida-, del profeta desde la ciudad de La Meca a Medina luego de que en aquella se resistían a aceptar la nueva religión.

El Ramadán tiene dos fechas claves: la noche del decreto o Lailat el Qadr, que recuerda el momento de la revelación del Corán, el libro sagrado del Islam a Mahoma, que es el día del inicio del ayuno, y el Aid el Fitr, en que finaliza -será el 23 de mayo-, y se celebra una gran fiesta. Por 30 días los musulmanes ayunan y se abstienen de mantener relaciones sexuales durante las horas de luz hasta la puesta del Sol. En este tiempo los musulmanes renuevan actitudes, como en ninguna otra etapa del año, hacia la mansedumbre y el pacifismo.

Habiendo interactuado con grupos de ellos en mi ruta terrestre desde Tel Aviv, atravesando el Sinaí hacia El Cairo para contemplar las Pirámides, destaco sus cálidas afectividades sociales, de allí que los confinamientos en los países musulmanes por el Covid-19, también debe haberles cambiado la vida.