A veces a la gente le gusta hacer gala de su desprecio. Hay una bonita historia y una bonita tradición, pero ahora no le importan a nadie.

Por Gastón Gaviola ()

Era domingo por la tarde y había salido el sol, así que decidimos salir en plan familiar a “dar una vuelta”. De esos paseos en los que te subes al carro y dejas que la ruta te lleve, nomás. Y como era una tarde de sol en pleno agosto, nos fuimos para el malecón y el rumbo natural hizo que acabáramos todos bordeando el Morro Solar para terminar en La Herradura, concretamente frente a las peñas donde se realiza el salto del fraile.

Para los que no están familiarizados con el tema, o se preguntaban por qué el fulano que vestía una toga franciscana encima de su wetsuit le hacía chaucito al mar -y no a las personas que se amontonaban en la pista- antes de lanzarse de cabeza, aquí va la historia como me la contó mi abuela, que era profesora de Lengua y Literatura y le gustaba coleccionar estas historias.

Resulta que había un noble, de la aristocracia limeña, que vivía en la ciudad a mitades del siglo XIX con su hija, una chiquilla que no llegaba a los quince años. Como era viudo, un ama le ayudaba con el cuidado de la niña. La señora tenía un hijo, también un chiquillo, aunque algo mayor que la muchacha. Con el tiempo entendí aquello que el pudor -y la educación de hace 80 años- de mi abuela hacía que siempre redondeara con que “el hijo de la ama, había perjudicado a la niña de la casa”.

O sea, la chica estaba embarazada, y la solución del momento fue a lo novela de Cervantes. La chica y su barriga se iban para España para evitar el escándalo, y el galán terminaba encerrado en un convento, metido de fraile para toda su vida. Cuando el buque que se llevaba a la novia iba cruzando la bahía de Lima desde el Callao, la chica se trepaba a la baranda de la nave para que su amante la pudiera ver por última vez.

El chico (no recuerdo cómo) había conseguido llegar hasta el morro de Chorrillos y subido a las peñas que se metían al mar, agitaba desesperado un pañuelo de despedida. Decía adiós, adiós a los gritos y trataba de estirar los brazos para abrazar a su novia y al hijo de ambos. Dicen que aquí el pobre tipo no pudo más con su dolor y simplemente decidió acabar con su miseria arrojándose de un salto al mar, todavía vestido con su hábito de fraile. Otros dicen que estaba tan ensimismado viendo desaparecer buque, novia e hijo, que inconscientemente dio unos cuantos pasos hacia adelante, hasta que entre sus sandalias y él solo había el vacío y luego las peñas mojadas por las olas.

Fin. A lo Romeo y Julieta, los amantes trágicos que mueren en plena juventud. Porque, olvidaba decirlo, en la historia de mi abuela, la chica ve un puntito con túnica que se despeñaba y ella también saltó del barco y se ahogó sin más.

La cosa es que, volviendo al inicio de la historia, allí estábamos nosotros, en tarde familiar, con el sol pintándolo todo de naranja, jugando nosotros a Wolverine con los cucucuchos de dulce ensartados en cada uno de los dedos, esperando al fraile para que se lance. Y es que todas las tardes, como parte de la atracción turística, un hombre se lanza vestido como el fraile trágico hacia el mar de La Herradura. Siempre puedes saber a qué hora se va a tirar por la cantidad de carros que ves que se detienen en la curva, con la gente con sus cámaras en la mano.

En una época llegó a ser tan popular que recuerdo haber visto a más de un fraile haciendo cola, a la espera de su turno para echarse un clavado. Porque mal que bien, algunas monedas podían caer en el bolsillo. Así que allí estábamos, saludando todos al fraile mientras iba caminando, encapuchado y serio hacia las peñas. Llegaba al extremo, saludaba una, dos, tres veces al horizonte, como se supone lo hizo el original, y ¡paf!, al agua. Los gritos de sorpresa del público, los aplausos cuando veían su cabeza aparecer por encima de la rompiente. Luego, solo con la fuerza de sus pies y manos, se elevaba entre las peñas, y salía hasta ganar la pista y la vereda.

Aquí venía lo triste. La estampida. La gente se subía a sus carros como si vieran venir al diablo. Ignoro qué tipo de arreglos o convenios tendrá el hombre con el restaurante, pero desde que era niño y mi padre nos llevaba a mis hermanos y a mí a ver al fraile, y ahora llevamos nosotros a los cachorros, siempre esperabas la llegada de la figura que caminaba con dignidad a pesar de las ropas mojadas, y siempre con una moneda en la mano.

Pese a la estampida, el hombre se tomaba su tiempo. No intentaba perseguir a nadie ni estiraba su cestita de mimbre a nadie, a pesar de lo cual muchos imbéciles fingían estar totalmente concentrados en contar a las gaviotas en el cielo cuando lo sentían llegar a sus espaldas. Nosotros estábamos a unos cien metros del lugar del salto y demoró varios minutos en llegar. Cuando la moneda llegó a la canastilla no habían ni diez soles. Era tan poquito, que lo conté en el segundo o dos que el recipiente estuvo a nuestro alcance. Dos monedas de dos soles y cuatro de un sol.

Cero drama. El señor hizo una venia con la cabeza, avanzó unos cuántos metros más -algunos tenían la poca cara de tomarle fotos desde su carro mientras arrancaban- y como vio que ya no había más gente, dio media vuelta y se hizo todo el camino a la inversa, esta vez sin detenerse donde nadie. En el camino se iba ajustando el cordón de la túnica y seguía chorreando agua, pero cada vez menos. No pude ver dónde dejaba la cesta con las monedas. Como un profesional, volvió a subirse a las peñas, saludó tres veces al horizonte sin naves y sin mirar a nadie más, se lanzó de cabeza al vacío. (Foto: Julio Ugaz)