Hay una preocupación que atraviesa las conversaciones políticas de estos meses: la desidia creciente de los jóvenes frente al voto. No es un fenómeno menor ni pasajero; es un síntoma y, como todo síntoma, revela algo más profundo: una desconexión emocional, cívica y ética entre las nuevas generaciones y el sistema que, se supone, debería representarlos.

A los jóvenes se les ha dicho durante años que “el voto es poder”, pero ese discurso se vació de contenido cuando vieron que ni el poder ni la responsabilidad cambiaban de mañas. ¿Cómo pedirles entusiasmo por un sistema que, desde su punto de vista, les ha dado más frustraciones que oportunidades? Altos niveles de informalidad, empleo precario, inseguridad, servicios públicos que fallan, y una clase dirigente que pocas veces les habla con autenticidad.

La indiferencia juvenil no es apatía: es desencanto. Y el desencanto, cuando no se procesa ni se atiende, se convierte en resignación. De allí nace el “no importa por quién vote, todo seguirá igual”. Una frase peligrosa que se convierte en la antesala del vacío democrático. La democracia no muere de un golpe; muere de deserciones lentas y silenciosas. Pero también hay que decirlo con claridad: no votar —o votar sin pensar— es renunciar al propio futuro. No podemos seguir tratándolos como espectadores de una obra ajena. Los jóvenes no pueden pedir que el país cambie mientras se mantienen al margen del único mecanismo que asegura un mínimo de control ciudadano sobre quienes toman decisiones. El reto, entonces, no es moralizarlos, sino reconectarlos. Y para eso necesitamos tres cosas: Una política que les hable en serio sin paternalismos, sin discursos huecos, sin la pretensión de instruirlos desde un púlpito sagrado. Instituciones que vuelvan a ser creíbles. Un Estado que funcione, una justicia que responda, un sistema educativo que forme, y partidos políticos que existan de verdad.

Los jóvenes están cansados, sí, pero también están observando. Y en esa observación silenciosa se pueden jugar las próximas décadas del país. El voto no es una obligación fastidiosa ni un trámite dominical: es la herramienta que define si seguimos atrapados en el círculo de la mediocridad o si empezamos a romperlo y los jóvenes, son pieza clave de esa ecuación.