Mal que bien, el Gobierno está a punto de ingresar a su último año de gestión con sobresaltos menores y la impresión de que no habrá nada que impida que Dina Boluarte llegue al 2026.

Los escandaletes siguen, unos más graves que otros, pero a un régimen bañado en aceite, afiatado en la adversidad y hasta con ínfulas de soberbia y conchudez poco o nada parece importarle que se critique el aumento del sueldo presidencial, que se acomoden leyes para recibir regalos onerosos o que se cree una oficina paralela a la PCM para que el nuevo “wayki” de la presidenta le dispute allí el poder al premier Eduardo Arana. Total, el piloto automático funciona y lo que interesa es “durar”. ¿Hay algo positivo en ese desmadre? Por lo menos, hay condiciones mínimas de gobernabilidad que el próximo gobierno tendrá que corregir. Existe, evidentemente, una ausencia de autoridad de la que abusan los mineros ilegales, las economías informales, la alta delincuencia solazada en las extorsiones y una avalancha de instituciones desbocadas como Petroperú, EsSalud o la propia Policía, infestada de corrupción e injustificados excesos.

Hay, además, políticas públicas caóticas reflejadas en tóxicos programas de alimentación de escolares, los servicios de salud pública son ruinosos y el alto e irresponsable déficit fiscal va a ser una bomba para la próxima gestión pero lo que habrá que valorar, en adelante, será preservar la precaria estabilidad que tenemos. Ese malabarista con la vara sobre la cuerda que no debe caer. Terminar el periodo con apenas dos presidentes es un avance significativo para un país roto, sobre todo si el modelo económico ha sobrevivido a la emergencia.