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La contundencia de las pruebas y los indicios obtenidos esta semana de la garganta profunda de los “Odebrecht-boys” dejó en estado de coma a la ya menoscabada imagen de la exalcaldesa Susana Villarán.

Y es que hasta ahora lo probado era solo la incapacidad de ella y de sus colaboradores para manejar los asuntos públicos. La corrupción era un supuesto adicional. Claro, una suposición bastante fundada luego de episodios como el de los desmanejos de la Caja Municipal de Lima, las concesiones viales urbanas y la escandalosa campaña por el No en el proceso revocatorio de 2013, que fue multimillonaria y donde ya se sospechaba que los consorcios brasileños habían metido la mano contratando nada menos que a su compatriota y carísimo marketero político conocido como Luis Favre.

Ahora ya no hay sospechas, sino certezas. Certezas tan contundentes que su gente más cercana se abalanzó esta semana a abandonar el barco villaranista. Sí, ese mismo barco que hizo hoy incluso congresistas a varios de ellos era abandonado a paso de roedores desconcertados, por la misma gente que en 2103 se cruzaba los bracitos y nos pedían decirle No a la presunta corrupción que representábamos quienes la queríamos fuera para que no siguiera dañando más nuestra ciudad.

Pero no debemos equivocarnos: sus más conspicuos colaboradores, desde funcionarios a artistas, quienes hoy fungen de sorprendidos, en realidad son cómplices de las tropelías cometidas durante la gestión de la exalcaldesa de Lima. Y quedan peor pretendiendo “sacar el cuerpo”, porque dejan un tufillo de traición a su proceder. Es decir, sabíamos que eran ineptos; luego, apareció la evidencia de que eran corruptos. Sin embargo, al querer desmarcarse, quedan además como cobardes. En todo caso, deberían empezar por pedir perdón al país. Y jamás, pero jamás, volver a asomarse por la administración pública.