El objetivo que plantea el título de este artículo apenas refleja la indignación que uno puede llegar a sentir por todo lo que acontece y rodea al gobierno del impresentable de Pedro Castillo. Cuesta llamarlo presidente o jefe de Estado. Cuesta, incluso, llamarlo ciudadano y está claro que no es ni siquiera un hombre de bien. Solo esta semana, la grosera destitución del comandante general de Ejército José Vizcarra y el comandante general de la FAP Jorge Chaparro revelan algo más grave que la precariedad moral que sustenta al régimen, es decir, el intento por tener a las Fuerzas Armadas a disposición para la única razón que las necesitan: Perpetuarse en el poder.
En cien días, no solo hubo designaciones como las del castrista Héctor Béjar, el investigado por apología al terrorismo Guido Bellido o la tendera jefa de la Sutran Doris Alzamora, sino un conjunto de decisiones nefastas, de asaltos a la institucionalidad, de insultos a la inteligencia y sabotajes a las pocas reformas que avanzan lenta pero significativamente.
A estas alturas, no hay un solo elemento que justifique la incapacidad moral permanente que exige la Constitución para vacar a Castillo, son casi todas las decisiones de Estado que se han tomado por beneficios particulares y sin el más mínimo intento de gobernar para las mayorías del país. El abanico es amplio, las razones sobran, el cálculo es absolutamente aritmético. La destitución de Castillo debe empezar a gestarse pero con la idea de que no quede piedra sobre piedra de este gobierno, es decir, que con él se vaya Dina Boluarte, la testaferro de Vladimir Cerrón que quiere una licencia de 5 años en el Reniec y empiecen a desfilar por el PJ la extensa fila de delincuentes enquistados en el Estado. Es hora de empezar a contar los votos de los 87 valientes demócratas que protagonizarán el acto más ejemplar, la vacancia más necesaria y apremiante de la historia del país.