En la columna anterior sostuvimos la necesidad que el Congreso presente una demanda competencial ante el Tribunal Constitucional con la finalidad de resolver la polémica sobre la intromisión de los jueces en cuestiones políticas. El máximo intérprete de la Constitución, en su tarea de controlar cualquier menoscabo o invasión de atribuciones de un poder a otro, está llamado a garantizar la separación de poderes en nuestra forma constitucional de gobierno.

Sobre la separación de poderes, debemos reconocer que nos encontramos más cerca de un principio que una técnica o ingeniería constitucional. Si fuese lo segundo, quedan sus problemas en evidencia para dividir con eficacia las funciones de los principales órganos constitucionales. Nos encontramos ante un principio, precisamente porque se trata de un estado ideal para alcanzar un balance entre poderes, control político y cooperación entre las funciones estatales, ya sea operando de modo más distante como en los presidencialismos o más cercano como en las formas de gobierno parlamentaristas.

La separación de poderes no se reduce al reparto formal de competencias sino también a un presupuesto de orden material, es decir, demanda de la clase política y sus operadores el acuerdo para respetar las fronteras competenciales de cada poder. En ese sentido, la judicatura puede realizar su función de control constitucional en sede parlamentaria contra afectaciones al debido proceso, pero no puede detener el trabajo ordinario de las comisiones del Congreso donde investiga, cita y formula preguntas, discute, redactan sus conclusiones y las aprueba mediante un informe final que deberá votarse en el pleno.

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