No dejan de sorprender los discursos de autoridades que enfatizan la lucha implacable contra la corrupción usando estrategias de comunicación que encubren la verdad, enturbian la transparencia, y pretenden engañar a la gente sosteniendo tesis que nadie -si acaso ellas mismas- pueden creer.

No parecen entender que la corrupción no nace ni se limita a beneficiarse económicamente de gestiones indebidas y delictivas desde algún puesto de poder. La corrupción incluye estafar la credibilidad de la gente que va relativizando la necesidad de ser honestos y transparentes, deteriorando su censura ante lo incorrecto como consecuencia de que se les miente, engaña, manipula, y enseña que es mejor apelar a mañas encubridoras que a decir la verdad.

El efecto en el largo plazo es conformar sociedades como la peruana en las que pocos cree en lo que sus autoridades les dicen; siempre se sospecha que hay trampa en cualquier iniciativa gubernamental o legislativa, las cuales llenan de normas y reglamentos pretendiendo controlar y corregir los males gestados por esa desconfianza en la rectitud de las personas. Un reglamento que debería tener 4 párrafos se convierte en una norma de 50 páginas.

La eficiencia social está íntimamente vinculada al valor de la verdad y la transparencia en las relaciones y transacciones entre las personas. Lo que las nubla o bloquea, corrompe los valores expresados en las interacciones sociales y afecta el beneficio de millones que requieren un estado innovador y eficiente que resuelva problemas con prontitud, con buenos reflejos y audacia de sus funcionarios.