El sacerdote era homenajeado por los vecinos luego de 25 años de labor en la parroquia. A la ceremonia había sido invitada la autoridad máxima del pueblo y, político al fin, se le ocurrió hacerse esperar para el breve discurso pactado. Ni corto ni perezoso, el cura cogió el micrófono y empezó a gastar el tiempo con los invitados mientras el susodicho llegaba.

Frente a la atenta mirada de los fieles, contó que en su primera confesión le tocó escuchar un caso terrible: el ‘pecador’ venía de robar un vehículo, había dejado sin dinero a sus padres, constantemente se llevaba materiales de la empresa donde trabajaba, vendía drogas a menores y salía a escondidas con la mujer de su jefe. Una alforja pesada.

En ese momento hizo su ingreso el político de marras, pidió disculpas con un cuajo alarmante y tomó la palabra: “Nunca voy a olvidar el día en que llegó el padre Manuel a nuestra iglesia. Es más, tuve la deferencia de ser el primero que se confesó con él…”.

La moraleja se cae de madura, pero yo prefiero rescatar el mensaje más palmario de esta anécdota: que tarde o temprano los políticos por la boca mueren (por más buenos abogados que contraten). Y es que la verdad siempre sale a flote. Triunfa por sí misma. Se abre paso, aunque pasen los años. Es una bendición. En cambio la mentira necesita complicidad, padrinazgo, patrocinio, luz verde, hoja de ruta.

Por ejemplo, la pareja presidencial se empecina en negar su cercanía con Martín Belaunde Lossio y, con más fuerza, que Nadine haya lavado activos, pero entre videos, fotos e investigaciones fiscales, cada vez se hace más evidente la conchabanza entre los Humala Heredia y su exasesor de campaña, y el depósito de aportes sospechosos a la cuenta de la hoy Primera Dama. Solo falta que un “cura” redentor termine por delatarlos y parece que pronto dirá aquí estoy.

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