La historia nos demuestra que, a través de los diferentes procesos para designar a nuestras autoridades en todos los niveles de gobierno, siempre ha existido un electorado mayoritariamente irresponsable, que ejerce su derecho democrático basado en sentimientos que nos impiden discernir entre lo favorable y lo perjudicial para el desarrollo de los pueblos. Tenemos, por un lado, a la dádiva, la cual es usada por políticos inescrupulosos que gozan de vastos recursos económicos para alquilar conciencias y comprar votos. Este repugnante método se ha convertido en algo cotidiano en todas las votaciones y lastimosamente muchos acceden a estos ofrecimientos seductores, sobre todo los ciudadanos de los estratos C, D y E. El anti, de igual manera, es una opción electoral que se instauró desde los albores del siglo XX, cuando la oligarquía limeña en contubernio con las huestes militares de esa época le cerraron el paso a don Víctor Raúl Haya de la Torre en lo que era su inevitable camino a Palacio de Gobierno. El antiaprismo predominó durante décadas. En el siglo XXI se engendró el antifujimorismo que triunfó en los sufragios de 2011, 2016 y 2021 ungiendo a Humala, Kuczynski y Castillo como presidentes de la República respectivamente. Los radicales, por su parte, concentran el odio y la frustración de un importante sector del electorado; son los que utilizan las pasiones y el encono para difundir propuestas trasnochadas y extremistas desechando al diálogo como herramienta de consensos. Prefieren utilizar a la protesta y la violencia como sus principales medios de lucha. El 2026 elegiremos a nuestros representantes en estos penosos escenarios, donde la razón será la gran ausente.