Maravillosa y terrible es la naturaleza humana. Somos capaces de los más grandes sueños y de las más bajas pasiones. En el Perú, por supuesto, hacemos gala de esta naturaleza caída y promovemos colectivamente uno de los grandes vicios nacionales: la envidia. Sí, en efecto, una gran tara nacional es la envidia, esa envidia que fagocita el espíritu humano y menosprecia cualquier logro, cualquier éxito, cualquier idea innovadora, cualquier aspiración que busque mejorar lo que nos rodea. Recuerdo a un personaje de una novela de Ayn Rand, el crítico y periodista Elssworth Toohey, un colectivista de manual, uno de esos seres envenenados por la vida que no soportan a los que resaltan, a los que descuellan, a los que lideran con naturalidad.

En cierta forma, el colectivismo comunista está emparentado con el vicio de la envidia. Se envidia lo que no se puede construir, lo que no se puede lograr, lo que para uno es imposible y para otro natural, casi una extensión orgánica, la materialización de un talento innato. En efecto, existen los talentos innatos, existen y deben cultivarse. Cada uno tiene una misión en la vida y no faltan los que envidian porque no tienen el valor de preguntarse para qué han nacido de verdad. Prefieren navegar con la corriente, hacerse al muertito o murmurar en contra de los que intentan hacer algo que valga la pena por el bien común.

¡Cuánto daño ha hecho la envidia a este país! ¡Cuántas oportunidades perdidas, cuantos episodios de pequeñez, sectarismo y roñería! Las grandes naciones cooperan, admiran y encumbran a los que merecen el liderazgo. A las mujeres y los hombres que avanzan contra viento y marea, a los incomprendidos que han nacido para cambiar su tiempo y liderar.