Si viviéramos en un país donde la clase política tuviera un mínimo de pudor y responsabilidad, que el gobierno decida enviar como embajador a El Vaticano al exministro de Desarrollo e Inclusión Social (Midis) Julio Demartini, un investigado por ser responsable al menos político de un programa que daba alimentos no aptos para el consumo humano a los niños más vulnerables del país, no pasaría de ser un rumor de muy mal gusto.
Pero estamos en Perú, un país donde, por ejemplo, el defensor del Pueblo impulsó acciones para buscar la inconstitucionalidad de la Ley de Extinción de Dominio luego que su hermana perdiera maquinaria porque no pudo demostrar que no la usó para actividades ilícitas y donde se usó las redes sociales del Congreso para tratar de desviar la atención sobre el atentado que le costó la vida a una empleada parlamentaria sindicada de integrar una presunta red de prostitución dentro del Legislativo. Así que si se esté voceando a Julio Demartini como embajador en la Santa Sede no es una mala broma, sino algo cada vez más tangible.
¿Por qué El Vaticano? ¿En serio a nadie en el Ejecutivo le pareció una pésima idea ofrecer este “premio” al cuestionado exministro? Solo faltaría que la Santa Sede rechace la acreditación de Demartini y su nombramiento quede nulo. ¿Habrán previsto la posibilidad de ese papelón internacional en Torre Tagle? Estamos seguros que cualquier diplomático de carrera podría ocupar ese puesto.