Han pasado seis años desde el día del final del juicio que condenaba a 25 años de prisión a Alberto Fujimori. Ese día se cerraban más de dos años cubriendo uno de los acontecimientos más importantes de la década. Había que estar allí

Ese día en la Diroes

Por Gastón Gaviola ()

El 7 de abril de 2009 estaba parado con los zapatos llenos de tierra en la puerta exterior de la Diroes. Había muchísima gente allí, más que otros días. Todos los periodistas que estábamos presentes sabíamos que se venía una jornada especial. El que menos había mandado dos equipos, tres, cuatro. Diarios, radio, televisión, web, prensa nacional, extranjera, de Lima y de provincias. En las rejas exteriores, en la sala de prensa, en el patio del cuartel, subidos a una azotea, en las esquinas de ingreso, enganchados con microondas, enlazados vía satélite, despachando por teléfono. Todos estábamos allí.

Desde que se iniciara el juicio el 10 de diciembre de 2007, los exteriores de la base que ocupan las fuerzas especiales de la Policía Nacional se habían convertido en punto de encuentro de todos los que en algún momento cubrimos las incidencias del juicio a Alberto Fujimori. Y como suele suceder en este tipo de coberturas especiales de largo aliento, alrededor de la prensa y sus actividades se desarrolló todo un ecosistema encapsulado y ajeno a lo que seguía sucediendo en el resto del ex fundo Barbadillo, en Ate.

Los dos o tres pequeños restaurantes que hacían esquina con el muro de la base se empezaron a llenar de gente a la que en su vida habían imaginado atender. Llegaba esta horda estrafalaria y ruidosa que ocupaba todas las mesas que podía, de preferencia las más pegadas a la calle -siempre es útil tener la ruta libre para salir corriendo por si surgía un visitante inseperado-, y se instalaba. Nos instalábamos. Para empezar a desgrabar entrevistas, tomar apuntes de las últimas declaraciones, visualizar videos en las cámaras, intercambiar datos y por supuesto, seguir el juicio que se transmitía desde el interior.

Adentro la situación era similar. Una sala de prensa con escritorios acondicionados en forma de herradura, televisores para monitorear la audiencia y un par de pasillos. La sala de la audiencia propiamente dicha donde el ex presidente era llevado a juicio, y seperada por un vidrio, el lugar donde invitados directos y cámaras podían registrar lo que sucedía. El famoso, histriónico grito “¡soy inocente!”, por supuesto, que muchos ya tenían como ringtone en sus teléfonos en los días siguientes.

Estaba además el patio, donde se hicieron conocidas todas esas entrevistas con el fondo blanco de la cancha de fulbito que había detrás para el personal de la policía. Al final, ese seguía siendo su espacio. Todas las mañanas que llegábamos para la audiencia, los veíamos subir las cuestas de los cerros que rodean la Diroes y ocupar sus puestos de vigilancia en las alturas. Los podías ver de pie, hora tras hora. Para los que estábamos en los exteriores, era una rutina a la que nos acostumbrábamos.

Los vecinos, supongo, a la larga también se terminaron acostumbrando a nosotros. Desde que nos veían llegar por la Carretera Central, viniendo de Lima, por la mano derecha, rompiendo con nuestras camionetas la calma de las pistas de tierra que eran el reino de los mototaxis. Cuando tocaba cubrir exteriores, ya sabías que la espera sería larga y llegabas con tus compras hechas al paso en el supermercado de la carretera, a veces con caramelos para que los chibolos del barrio te dejen trabajar en paz y no estén interrumpiendo. O siempre podías comer en los restaurantes de esa esquina de la base. Cononzco a un amigo que solo pedía arroz con dos huevos y coca cola cada vez que llegaba.

De todo eso me estaba acordando ahora, cuando ya se calmaron un poco los balances hechos ayer por analistas de todas las tiendas, resumiendo cómo quedaban las fuerzas políticas seis años después.

Yanet Carazas Garay empezó a las nueve y media de la mañana a leer los 247 fundamentos de la condena anotados en más de 700 folios. “Sí, lo está”, era la frase que soltaba cada vez que se mencionaba si los cargos en contra de Fujimori Fujimori estaban probados. La gente afuera empezaba a reaccionar. A favor y en contra.

De ese día recuerdo claramente la masa de banderas naranjas, las peleas entre esas portátiles y los activistas pro derechos humanos que también llegaron. La de golpes que llovió afuera apenas se conoció el fallo. Nuestro técnico de microondas aguantando estocio un golpe tras otro mientras se abrazaba a la antena tratando de que no la rompan. Hacía mucho calor y eso no ayudaba. Los insultos, las patadas, los bolsiqueos. La cara desencajada de Keiko cuando salió pasado el medio día. Su discurso furibundo al salir, trepada en una camioneta.

Luego, comprobar que el saco no tuviera ningún escupitajo visible -ya había perdido irremediablemente un botón-, tratar de peinarse al menos con los dedos, asegurar el audio al oído y sumarnos a la ola de reportes que desde todos lados se estaban lanzando en ese momento. Ese día, desde el terral de las afueras de la Diroes, fuimos testigos de un pedacito de nuestra historia. Y el mundo lo empezaba a saber.