Los últimos sucesos en el Perú han dejado claro que la tan cacareada “reconciliación nacional” del Gobierno es una fábula digna de un discurso de campaña, no de un país al borde del colapso. Lo único que reina aquí es la polarización. Y cuando las diferencias se discuten con piedras y balas, no estamos frente a un desacuerdo político, sino ante un odio visceral que ha podrido el alma de la nación. Si la barbarie se disfraza de justicia, es porque la sociedad ha perdido la cordura.

La historia, como siempre, repite su tragedia. Hace cinco años, tras la vacancia de Martín Vizcarra, el país ardía con Manuel Merino en Palacio. Hoy el guion es el mismo, solo que con otros actores. No creo que la calle tumbe al nuevo presidente, José Jerí, pero el hartazgo de los peruanos será un huracán en las urnas. Ya lo vimos con Pedro Castillo: cuando la rabia vota, la sensatez se esconde. Y todo indica que si no hay paz social, el próximo año elegiremos a un nuevo mesías de la destrucción, uno más gritón y más improvisado, porque el país ya no vota con esperanza, sino con despecho.

El país está de duelo,  con un Estado ausente y una sociedad partida en mil pedazos. Pero en vez de aprender, preferimos fanatizarnos. El Perú se aferra a sus prejuicios como a una bandera. No hay espacio para la reflexión ni para la autocrítica; solo para el dogma y la furia.

Solo queda la utopía de unirnos. Como dice la última canción de Gian Marco: “Conversar sin señalarnos, sin pensar en el color, aunque seamos diferentes, blanco y rojo es nuestro amor”.

Hoy, más que nunca, el país necesita milagros. Pero no de los que se rezan, sino de los que se construyen con inteligencia, humildad y coraje.