Para nadie es un secreto que se están generando las condiciones necesarias para el surgimiento del caudillismo. La violencia cotidiana y la inseguridad en las calles, la corrupción desbocada, la debilidad de los partidos políticos, la ausencia de ideas fuerza, la crisis del Estado, el relativismo de la clase media y la mediocridad de la clase dirigente. Todo confluye, todo nos conduce al cesarismo. Históricamente, somos propensos al autoritarismo, nos encanta que nos digan qué hacer, preferimos someternos al líder de turno. Nuestro pueblo repite, en todas las encuestas importantes, su apuesta por el caudillismo, por la mano dura, por el cirujano de hierro. Ahora bien, cuando esperamos que venga un César, terminamos recibiendo a Catilina, a un remedo de líder que termina hundiéndonos más en el fango.

Sí, en nuestra ingenuidad invencible, esperamos caudillos constructores y terminamos recibiendo autócratas destructores. Como somos vehementes y propensos a lo inmediato y al adanismo político, nos dejamos embaucar por las promesas sin sentido y los proyectos más mesiánicos. La degradación de nuestra cultura política ha acentuado nuestros vicios a lo largo de dos siglos. Bolívar, en el discurso de Angostura, nos acusaba de estar sometidos al oro y de tener alma de esclavos. Cualquiera que contemple la fauna a la que estamos sometidos no tardará en darle algo de razón. A pesar de todo, los destellos de nuestra grandeza perdida aún brillan en la veta de nuestro pueblo.

Esta regeneración no pasa ahora por el caudillismo. Los Césares escasean, no son la moneda común. Y cuando emergen, su presencia es incuestionable, avasallante. Por eso, aunque nos cueste, aunque sea más difícil, hemos de optar por el pacto de Estado, porque nos obliga a ponernos de acuerdo en lo que de verdad importa.