En las campañas electorales es inevitable que la dimensión emocional adquiera protagonismo, especialmente en la segunda vuelta. Los candidatos buscan movilizar al electorado mediante promesas disruptivas y propuestas envueltas en un lenguaje de urgencia. No obstante, una competencia política sustentada en emocionalismos, sin previsiones responsables ni criterios de factibilidad, deriva en climas de polarización extrema para cualquier electorado. Por eso, la participación democrática se degrada cuando el antagonismo reemplaza el debate deliberativo y las expectativas colectivas son sustituidas por narrativas identitarias basadas en la confrontación, que definen el “nosotros” en oposición al “ellos” antagónico y presentan la política como una lucha existencial en lugar de un proceso de permanente negociación.
La tentación de los candidatos para recurrir a procesos refundacionales, desde la disolución parlamentaria hasta la convocatoria a una nueva asamblea constituyente, se promueven mediante discursos irracionales y polarizadores. En ese sentido, la construcción del bien común no se logra mediante impulsos refundacionales sino mediante políticas públicas consistentes, evaluables y sostenidas en el tiempo. Por esa razón conviene distinguir entre la emoción legítima, como la esperanza o la indignación justa que motiva el cambio, y un emocionalismo manipulador.
Las formas de gobierno consolidan su legitimidad aplicando racionales y oportunos mecanismos de control que son capaces de evitar desviaciones autoritarias y preservar la confianza ciudadana en la democracia. En el contexto electoral, corresponde a la ciudadanía exigir propuestas que articulen la esperanza y con la responsabilidad, reconociendo la necesidad de preservar las instituciones como condición indispensable para asegurar la libertad y la justicia en la comunidad política.




