El padre de una de las víctimas asesinadas recientemente en Pataz lo dijo con una claridad que desgarra: “también somos peruanos”. Fue un reclamo que debería estremecer al país entero. Esta vez fue Pataz. Esta vez fue una empresa minera. Pero mientras eso ocurría, en otras partes del país se multiplicaban los tiroteos en losas deportivas, los asaltos en entradas de edificios, los ataques a buses de transporte público. ¿De verdad le importamos a alguien?

La conclusión es inevitable: los peruanos de a pie estamos solos. Solos en un país donde el ciudadano promedio recibe poco o nada a cambio de su esfuerzo diario. Donde los servicios públicos son precarios, lentos o ausentes. Y ahora, incluso lo más básico para convivir —la seguridad, el orden, el estado de derecho— está dejando de existir.

Si persistimos en mirar lo ocurrido en Pataz como un ataque aislado a una minera, pecamos de ingenuos, o peor, de indiferentes. Nos estamos acercando peligrosamente a escenarios que creíamos superados, como los de los años ochenta, cuando la ceguera política permitió que Sendero Luminoso creciera en las sombras hasta desangrar al país.

Estamos ante el riesgo real de que estas mafias se estructuren como un poder paralelo. Lo vivido en Pataz no es un hecho aislado. No es solo un crimen brutal. Es un posible punto de quiebre pues se trata organización que ya no solo desafía al Estado, sino que intenta reemplazarlo donde este ha desaparecido. Hoy, no necesitamos discursos ni parches legales. Necesitamos respuestas integrales, valientes, y humanas. Tenemos mucho que perder si nos limitamos a administrar el caos, el país está en juego.