La extorsión se ha convertido en el motor principal del aumento de la criminalidad en el país. Solo en enero de 2025, la Policía reportó un promedio de 25 denuncias diarias. Sin embargo, los especialistas advierten que la cifra real es mucho mayor: se estima que hasta el 75% de los casos no se denuncia por miedo a represalias.
Ese temor lleva a muchas víctimas a ceder ante las exigencias de los delincuentes, atrapándolas en un ciclo sin fin. Para las organizaciones criminales, quienes pagan una vez se convierten en blancos fáciles; solo estamos viendo la punta del iceberg.
El panorama futuro es preocupante. Con más ingresos, estas bandas no solo adquieren mejor armamento y tecnología, sino que también podrían corromper autoridades y operar con mayor impunidad. La extorsión como industria criminal sigue creciendo.
La Policía, pese a sus carencias logísticas, aplica estrategias de inteligencia operativa para enfrentar este fenómeno. Pero no es suficiente.
Una respuesta efectiva exige recursos. Cuando se detecta una amenaza real contra un ciudadano, se deben activar protocolos que incluyan la protección inmediata del afectado, fondos para el rastreo de cuentas bancarias utilizadas para los pagos extorsivos, el uso de tecnología para recolectar pruebas que permitan seguir los hilos conductores orientados a identificar a los cabecillas y desarticular sus estructuras.
Combatir la extorsión no es tarea fácil, y mucho menos se logrará con soldados en las calles o serenos armados con pistolas eléctricas. Este no es un problema que se resuelva con métodos convencionales, sino con inteligencia, recursos y compromiso institucional. Está en juego no solo la seguridad de las víctimas, sino el control mismo del territorio por parte del Estado.