Faltando solamente 62 días para cumplir los 100 años de edad, ha fallecido en la víspera, el príncipe Felipe de Edimburgo, esposo de la reina Isabel II del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte. Hallándose desde el 2017 retirado de la vida pública, y luego de salir airoso de una operación, su bendecida casi centenaria longevidad, esta vez terminó cediendo al inexorable estado finito de la mortalidad humana, siempre subordinada al imperio del decurso del tiempo. Nacido en la isla de Corfú (Grecia) en 1921 -en Perú corría el segundo de los 11 años (Oncenio) del gobierno de Augusto B. Leguía-, y con formación germana durante su niñez, Felipe ha partido de este mundo con el récord de ser el consorte de más años en esa condición: camino a los 74 años que los hubiera cumplido el 20 de noviembre de 2021. En efecto, casado con Isabel en 1947 cuando ella contaba el título de princesa -sería entronizada reina en 1953, al haber transcurrido más de un año de la muerte de su padre, el rey Jorge VI-, Felipe, que tuvo que deshacerse de sus títulos por pertenecer a las Casas Reales de Grecia y de Dinamarca, aunque fue empoderado con otros reconocimientos -Conde de Merioneth y barón de Greenwich-, nunca pudo tener un status constitucional superior a su condición de Alteza Real, por la dura y tradicional política inglesa. Aunque ganó titulares por la ligereza de su verbo, para muchos un perfecto deslenguado con tendencia a la impertinencia -”en su viaje a Australia en 2002, preguntó a un aborigen si “todavía se arrojaban lanzas los unos a los otros”-, en el balance de su actuación como miembro de la familia real, fue realmente un importante soporte para la estabilidad, el mantenimiento y la perduración de la corona, cuyo prestigio siempre ha sido amenazado por los sectores antimonárquicos que no faltan a las casas reales europeas; sin embargo, su lealtad a la monarca -algunos de sus biógrafos la distinguen de su fidelidad, la que no habría sido a prueba de balas-, con la que tuvo 4 hijos -Carlos, Ana, Andrés y Eduardo-, fue sin condiciones, aunque no estuvo exento de momentos de ira y pesar por su rol secundario, habiendo llegado a decir: “Soy el único hombre en este país que no puede darle a sus hijos su nombre”. Con todo, ¡Felipe tuvo una vida feliz!.