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En 1990, tras una insospechada conversión que sorprendió a sus propios votantes, Alberto Fujimori se despercudió de la costra izquierdista con la que había ganado las elecciones y alineó su ideología al signo de los tiempos. Para entonces, Chile nos llevaba 20 años de ventaja, pero el fujimorismo se impuso la impostergable tarea de enderezar una economía devastada por el populismo de Alan García y que, junto al terrorismo, venía destruyendo al país. Aplicó el shock y no el gradualismo, purgó la parasitaria burocracia estatal, creó los entes reguladores, apostó por una política arancelaria

con bajos niveles de proteccionismo, abolió al nefasto sindicalismo, le dio independencia al BCR y sentó las bases para avanzar hacia una economía de libre mercado. Desde entonces, la economía peruana ha sabido soportar los embates internos (El Niño) y externos (crisis China) más feroces, pero ese inmenso aporte a la estabilidad del país no fue políticamente aprovechado por Keiko. En una cadena de yerros gravitantes, FP intentó, al revés, desentenderse de ese legado y se negó a emprender la ruta de las reformas de segunda generación que el fujimorismo sepultó por sus ambiciones totalitarias. Este 2016, con una aplastante mayoría en el Congreso, FP tenía el bufé servido para constituirse en el impulsor de una serie de medidas que lo alineasen con el capitalismo popular, la economía inclusiva, los derechos del consumidor y, sobre todo, el acceso a los servicios públicos. Con una adecuada estrategia de comunicación, pudo haberse atribuido las bases del relanzamiento económico del país, en vez de enfrascarse en la disputa política y el revanchismo electoral. Ahora es tarde y, pese al anuncio de una reestructuración, pagará en las urnas del 2021 por su miopía política y, sobre todo, por carecer de una visión de país.