Durante dos días se reunieron los líderes del denominado G7 (Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Francia, Italia, Japón y Canadá). Una vez más fue excluido Rusia, que participaba desde que existía el G8, en 1998. La canciller alemana Ángela Merkel ha declarado que el G7 concentra a estados que profesan “…una comunidad de valores donde el respeto a la democracia y al imperio del estado de derecho es fundamental...”. Está claro que los miembros del G7 quieren seguir mostrándose reacios a Moscú hasta que el gobierno de Putin decida rectificarse por haber anexado la península de Crimea y mantener una completa injerencia en Ucrania, pateando el tablero del derecho internacional. Estoy de acuerdo con todo lo anterior, pero no estoy tan seguro de que las políticas de sanciones a Rusia -las que, además, están bien- sean los únicos caminos para buscar que Rusia pueda cambiar de actitud, lo que tampoco sería de inmediato. En primer lugar, las sanciones sobre Rusia no deben ser excluyentes de otras interacciones interestatales, debiendo ir por cuerda separada. Me explico. Se están olvidando que Rusia, en medio de sus complejidades económicas, sigue siendo un actor con una influencia determinante sobre los estados periféricos de la región. La agenda de la reunión internacional en el brilloso pueblo de Krün, en Alemania, contempló asuntos como el medio ambiente, el terrorismo internacional, el ébola, etc., que difícilmente pueden ser tratados sin Rusia en la dimensión de los resultados eficaces que se puedan estar esperando. Por ejemplo, la COP 20 de Lima de diciembre de 2014 y el avance del terrorismo yihadista de las últimas semanas, principalmente en territorios iraquíes, no han sido problemas precisamente sobre los que la comunidad internacional pueda cantar victoria. Hay que tener cuidado con que se produzca un efecto dominó contrario por tanto castigo a Moscú.