La escritora británica Mary Ann Evans, mejor conocida como George Eliot, lo dijo con una lucidez que atraviesa siglos: “Se acercan las elecciones. Se declara la paz universal y los zorros muestran un interés sincero por prolongar la vida de las aves de corral.” Nada más preciso para describir el Perú que entra, una vez más, en la temporada de la promesa milagrosa.
El país está aterrorizado. La criminalidad lo desangra, la corrupción lo pudre y la ineficacia lo condena a un eterno simulacro de progreso. Pero eso no impide que los candidatos, viejos y nuevos, prometan redenciones exprés, milagros de cinco años y revoluciones de TikTok. Todos posan de salvadores. Todos ensayan su tono de autoridad moral, aunque el suelo que pisan esté hecho solo de ambiciones mal disimuladas.
Ya empezaron las confrontaciones. Rafael López Aliaga y Keiko Fujimori, dos actores del mismo teatro, se disputan el mismo público. Él, con su retórica de látigo y rosario, le grita “vaga” a la lideresa fujimorista; ella, calculadora y fría, responde con sonrisas medidas, consciente de que cada palabra puede arañar o sumar votos. No discuten ideas, sino cuotas de poder, territorios electorales, cámaras y micrófonos.
El espectáculo apenas comienza. Pronto veremos más insultos que propuestas, más dramatismo que contenido, más coreografía que política. Las campañas ya no se construyen sobre programas, sino sobre frases diseñadas para las redes: gritos, burlas, indignaciones instantáneas que duran lo que un tuit o un clip. Así, la política se convierte en un reality donde gana quien más ruido haga, no quien más razón tenga. Para muchos es más importante hacerse viral antes que un líder principal.




