La Comisión de Constitución del Congreso de la República ha aprobado el dictamen que propone restablecer la inmunidad parlamentaria, eliminada por la reforma constitucional N.º 31118. Al igual que con el tardío retorno del Senado, se busca corregir decisiones erradas del pasado.
Originalmente, la inmunidad fue concebida como una garantía frente a presiones políticas o judiciales contra los legisladores. No obstante, en un contexto de creciente descrédito del Parlamento, se ha vuelto sinónimo de privilegio indebido.
Los críticos de su restablecimiento sostienen que, en un Estado de Derecho moderno, los órganos autónomos —como el Poder Judicial y el Ministerio Público— son suficientes para proteger los derechos de cualquier ciudadano. Sin embargo, esta visión omite la politización de la justicia que vemos en estos tiempos, que también puede utilizarse para perseguir a adversarios, afectando la separación de poderes.
La paradoja es clara: se rechaza una figura pensada para proteger al Congreso de la República porque algunos de sus miembros están cuestionados. Pero el problema no es la inmunidad en sí, sino la calidad de quienes acceden a ella. Y eso interpela directamente al electorado, que es que determina con su voto quién llega al Legislativo y quién no.
Debatir la inmunidad exige ir más allá de la coyuntura. No se trata de blindajes personales como lo señalan algunos, sino de preguntarnos si queremos un Parlamento expuesto a presiones arbitrarias o dotado de garantías que resguarden su independencia.