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Escribo esta columna sin saber el resultado de ayer del Perú-Brasil, un partido que deja en mí una interrogante tan grande como la superluna sobre lo que podría llegar a acontecer, pero si hay algo de lo que no tengo dudas en esta selección es que Gareca debe seguir. Lo escribo hoy, al margen de las críticas atroces que recibirá si pierde o los elogios desmesurados de los que será objeto si gana. Lo escribo hoy con una venda en los ojos, entre la penumbra de un score que desconozco, con la única certeza de ser mi verdad. Habría que decir primero que Gareca ha cometido serios y no pocos errores, como subastar la disciplina y someterla a los estándares del engreimiento y la vanidad. No hay que olvidar tampoco que alineó mal varios partidos y no hizo en más de una ocasión -como Carrillo en la fecha pasada- la convocatoria que la lógica elemental reclamaba. La lista es larga, pero hay que decir a favor de Gareca que ha aprendido de sus yerros y logrado amalgamar un grupo con proyecciones importantes, que apunta a una idea de juego y que ha entendido, por primera vez en muchos años, el significado de la palabra compromiso. El Perú ha empezado a ser competitivo y a entender que su crecimiento no puede estar al margen de su esencia. Si a la pelota a ras del piso le suma vértigo, verticalidad y pressing, si se aferra a la disciplina táctica, si consolida un sistema defensivo, el camino es posible. Es visible que Gareca trabaja como un picapedrero ensimismado, labra como un cultivo, moldea como una escultura, una idea de juego. Si eso se logra, y no será fácil, podremos o no estar en Rusia 2018 o Qatar 2022, podremos perder, empatar o ganar de local o de visita porque así es el fútbol, pero competiremos, y esa competencia nos acercará al objetivo. Gareca lo ha entendido así y es el gestor de ese proceso. Solo si queremos otros 36 años sin mundiales, dejémoslo ir.