La clave de la gobernabilidad es el equilibrio. Pero en una república destruida como la nuestra, bajo una intensa guerra civil, el equilibrio ha sido reemplazado por el caos absoluto. Hace unos meses escribí en esta misma columna que al radicalismo no le importa la sucesión ininterrumpida de personajes en los cargos públicos. Las personas son fungibles, el cargo es permanente. Si algo nos enseña la historia de las revoluciones es que el radicalismo siempre encuentra sustitutos para sus caídos en la guerra. De esta forma, lo verdaderamente relevante es la conservación del poder, la captura del Estado.

En la guerra política, el radicalismo ha asumido desde el inicio que tiene que ofrecer una “cuota” de sacrificio en hombres y recursos. Por eso, el lenguaje revolucionario siempre es rupturista porque combate desde la raíz las premisas de la democracia liberal. Allí donde un liberal asume que la política se detendrá ante los frenos y contrapesos del Estado de Derecho, el revolucionario solo ve objetivos a derribar aunque el mundo arda. No existe la ley, solo la política desnuda.

Esto explica el incendio peruano. No habrá gobernabilidad mientras se enfrenten dos sistemas totalmente distintos, el radicalismo revolucionario y la democracia liberal. Dos partidos democráticos pueden enfrentarse empleando las reglas de la propia democracia. Pero dos sistemas antagónicos solucionarán sus desencuentros con el colapso de uno de ellos. De allí la profundidad de la crisis peruana, en el fondo el lienzo de una guerra ideológica donde una de las partes asume como premisa la aniquilación de la oposición. Por supuesto, a este escenario no llegamos automáticamente. Los grandes responsables son los que debilitaron el Derecho para perseguir a sus enemigos. Esta crisis es la hija de su ambición.