No sorprende, a los que estamos en la prensa, lo que se dice del periodista Gustavo Gorriti. Siempre se supo que ejercía el oficio desde un soterrado activismo político de izquierda teledirigido a enemigos encarnizados como Alan García, Keiko Fujimori o Luis Castañeda Lossio. Desde esa perspectiva -reitero, siempre se supo- que usó el poder que le dio acceder a fuentes de información clasificadas como el caso Lava Jato o los audios del caso “Cuellos Blancos” para abusar de ese material informativo, dirigir investigaciones fiscales, intervenir en designaciones de magistrados -como Rafael Vela Barba o José Domingo Pérez-, filtrar documentos para generar corrientes de opinión que lapiden a sus rivales políticos, coaccionar y destilar, desde lo más profundo de su ser, un odio visceral fermentado en el tiempo por su progresismo recalcitrante. Es decir, Gorriti no buscaba la verdad -principio fundamental del periodismo- sino que usaba el material privilegiado que tenía como una artillería de granadas, metrallas y misiles para atacar sin piedad a sus enemigos con el fin de verlos tras prisión y así calmar, en algo, la voracidad del rencor que lo carcomía. Es cierto que muchos políticos alimentaron y le dieron municiones a su estrategia, pero también lo es que aquellos personajes que tenían su condescendencia -como Villarán, Vizcarra, San Martín o Zoraida- tenían la extraña buena suerte de que sus audios e imputaciones no salieran por IDL Reporteros. El doble rasero de siempre. Eso, señora Sol Carreño, no es la relación indispensable y genuina de un periodista y su fuente -como ha sugerido en Cuarto Poder-. Eso puede ser considerado un sicariato periodístico, el entronizamiento de un francotirador de la comunicación. Eso, señores del IPYS, sí puede ser delito y debe ser investigado y sancionado. Y debe enseñarse en las escuelas de comunicación de las universidades del país como lo que, exactamente, un periodista no debe hacer.