Enfrentamientos sanguinarios, mutua destrucción violenta, predominio de la ferocidad de las pasiones, ambición de ensanchamiento territorial, ira desencadenada, grandes calamidades, y demás inclinaciones nefastas y hechos atroces, definen con notable luminosidad, un acontecimiento tan tenebroso como el proceso bélico. La guerra es el momento histórico en el que integrantes del género humano, divididos por delimitaciones territoriales, se odian mutuamente y suspenden temporalmente el respeto debido a la vida humana. El impecable razonador de la condición humana y de sus vicios, Juan Luis Vives, pensador católico y moralista castellano del siglo XVI, en su tratado Concordia y Discordia de 1529, acusando la insensatez y los crímenes de la guerra, cuyas causas identifica en el afán infinito del poder, el engrandecimiento del territorio, el deseo de amontonar riquezas, y de conseguir fama y gloria, dirá: “En la antigüedad, se llamó valor al matar; se calificó a los militares de hombres valientes, buenos ciudadanos, vengadores de la patria, se les elevó a la categoría de dioses, se compusieron poemas en su honor, se celebraron sus hazañas en actos y banquetes públicos. ¿Quién iba a ser tan cobarde que no se excitara con tantos premios? ¿Quién, tan enemigo de sangre y muertes y tan amigo de la paz y de la concordia, no se sentiría estimulado al crimen por aquel aplauso unánime?”. ¡La guerra nace de una decisión política y el establecimiento de la paz también! Para abstenernos de los horrores de la guerra y restaurar la paz entre los pueblos, los líderes políticos al mando de sus naciones, deberán renunciar a todo proyecto belicista para así garantizar la armonía interior y exterior.