El referéndum de ayer en Grecia dio la victoria al “No”, es decir, hubo un mayoritario rechazo a aceptar las condiciones impuestas por las autoridades de la Eurozona para el proceso de rescate financiero que había sido diseñado para Atenas. El primer ministro griego Alexis Tsipras, que arengó a la gente a que vote por el “No”, con estos resultados se muestra fortalecido, confundiéndose con poses triunfalistas. Su ministro de Finanzas, Yanis Varufakis, uno de los más visibles en estos días, insólitamente acaba de declarar que Grecia “extenderá una mano de cooperación a sus socios europeos”, o aquella otra en que refiere que “a partir de mañana vamos a colaborar con el Banco Central Europeo (BCE)”. Las declaraciones de los líderes griegos han contagiado a la gente, que sin pérdida de tiempo ha invadido la plaza Syntagma de la capital, cuna de la civilización helénica, pero es probable que no hayan calculado las consecuencias de lo que se podría venir para el país. Mientras Tsipras considera que ahora podrá negociar en mejores condiciones con la Unión Europea y las entidades internacionales acreedoras, entre ellas el Fondo Monetario Internacional (FMI), que lo declaró en mora recientemente, no se ha dado cuenta de que la paciencia de los referidos acreedores se habría comenzado a agotar; si no lo cree, basta revisar la declaración del presidente del Eurogrupo, Jeroem Dijsselbloem, que sin inmutarse antes del referéndum ya había advertido que si sale el “No”, la pregunta no será si hay base para otro acuerdo, sino si hay base para que Grecia “siga en el euro”. Allí está lo más importante, pues si Atenas dejara el euro volviendo al dracma, la moneda nacional griega, lo más probable es que se produzca una devaluación de hasta el 70% respecto del euro. Un panorama realmente difícil para Grecia y también, hay que decirlo, para Europa.