Hace más de 200 años, Arthur Schopenhauer señalaba que, para reconocer y admitir valores en los otros, uno debe tener alguno en sí mismo y que este mundo es el reino del azar y del error. Así, entendemos los valores como aquellos principios que guían nuestro comportamiento, pero también, como aquellas creencias esenciales que nos ayudan a preferir, apreciar y elegir una cosa en lugar de otra. Los valores se refieren a necesidades humanas y representan ideales, sueños y aspiraciones que reflejan nuestros sentimientos, intereses y convicciones más importantes y profundas. Muchas veces incumplimos con nuestros valores cuando ofendemos deliberadamente, no saludamos con cortesía, arrojamos basura al piso, nos pasamos la luz roja, hablamos groserías, vivimos en el desorden y la impuntualidad, interrumpimos y pretendemos humillar al que habla, no respetamos al otro como a nosotros mismos y no extendemos la mano para ayudar a levantar al caído. Ciertamente, vivimos en una sociedad que muestra un franco deterioro en la capacidad de convivencia, dialogo respetuoso y entendimiento, y bien podríamos achacar este “deterioro” a la pérdida de ciertos valores “tradicionales”, en especial, a aquellos que han labrado nuestra cultura y hoy se miran por sobre el hombro o se catalogan de “caducos”: la vida en familia, la honradez, la educación, la libertad, el patriotismo, el respeto a los demás, la solidaridad y la paz con los amigos y con los que no lo son.
La arrogancia, perfecto y perverso antivalor, es un defecto que consiste generalmente en ser soberbio, prepotente, engreído y mil cosas más, pero en realidad, esconde un ego frágil y débil. La arrogancia, prima hermana del orgullo, desliza una ceguera hacia los demás. Como decía San Agustín: “..La soberbia, esa que albergan los más pequeños y los más débiles, no es grandeza sino hinchazón; y lo que esta hinchado, parece grande, pero no está sano..” y agregaría, de mi cosecha personal: el arrogante esta “hinchado”, enfermo y condenado -tarde o temprano- a ser infeliz.