Hacia mediados del 2022, los presos de las 68 cárceles del Perú ascendieron a más de 87 mil; de ellos, solo 54,594 se encontraban sentenciados; 83,154 eran hombres y 4,404 mujeres. En el caso de los varones, el mayor promedio de edad fluctuaba entre 25 y 34 años, 89 % con educación básica y el principal delito cometido: robo agravado, seguido de violación y tráfico ilícito de drogas.

Hace unos días, tuve oportunidad de visitar el penal de Lurigancho, una cárcel ubicada en Lima, construida en 1962 y puesta en funcionamiento en 1974 y, por añadidura, la cárcel más sobre poblada del país y de América Latina: Con una capacidad para 2,500 presos y un hacinamiento real de más de 10 mil. Caminar por el denominado “Jirón de la Unión”, la ruta central en la que convergen las curiosas y decoradas entradas de la mayoría de los pabellones, en compañía de un puñado de amigas y algunos representantes de la capellanía hacia la parte más alta, donde se encontraba la capilla del penal, resultó impresionante. “Quien no está preso de la necesidad, está preso del miedo: unos no duermen por la ansiedad de tener las cosas que no tienen y otros no duermen por el pánico de perder las cosas que tienen” decía Eduardo Galeano y no le faltaba razón. Hoy, reflexiono brevemente sobre esta experiencia de haber recorrido este penal y haber tenido la oportunidad de compartir unas horas con un grupo abultado de presos y varios de sus familiares, con ocasión de una misa de cierre de un magnífico retiro llevado adelante por 25 hombres, laicos, servidores de “Emaus”.

Me queda la enorme satisfacción de comprobar que, aún en las peores circunstancias, en el dolor más profundo y en la soledad más sonora, los seres humanos estamos dotados de sensibilidad y capacidad para ofrecer consuelo sincero y afecto espontaneo aún a las personas que no conocemos y que puedan haber cometido algún crimen o algún error. Acompañar a un grupo de seres humanos privados de su libertad y a sus familiares, y ser testigo de sus hondas lágrimas, de sus aflicciones y de su necesidad de recibir un abrazo de consuelo, me devolvió la esperanza de pensar que aun podemos reconstruir de las cenizas de nuestros errores, una sociedad más comprensiva y más justa que ayer.