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Bien dicen que los afectos nacen de la convivencia, del contacto diario, de ese sentimiento que va creciendo espontáneo, natural, nada premeditado, afectos en los que muchas veces nada tiene que ver el vínculo de la sangre; que en ocasiones hasta se equivoca. En la larga lista de estos afectos que con el tiempo se vuelven tan entrañables, siempre estuvo Roberto Gómez Bolaños, “Chespirito”, el creador de El Chavo del Ocho. Su genialidad dio vida a otros personajes que también empezaron a formar parte de ese grupo de indispensables de la niñez de muchos, que continúan siéndolo sin que nos demos cuenta, que sabemos que están allí como los tíos queridos de la familia, esos que apañan las travesuras, cómplices adorables que cuando nos avisan que partieron, nos alborotan los recuerdos y nos llenan de nostalgia absoluta. Rubén Aguirre, el “Profesor Jirafales”, fue uno de ellos. Y partió hace unos días como vivió, discreto, sin estridencias, como el correcto personaje secundario que siempre fue y que permitió brillar al protagonista en su justa medida. Siempre justo, noble, conciliador, cuando la fama y popularidad de los actores de la vecindad estaba al tope, poniendo orden, marcando distancia de la polémica, del divismo en el que cayeron algunos de sus compañeros. Y cuando ya todos vivían del recuerdo y de las carpas de circo que mantenían sus bolsillos, Aguirre evitó las disputas por derechos de personajes, chismes tras bambalinas y todos esos dimes y diretes que convirtieron esa gran familia en la caldera del diablo. La partida de Jirafales, el sargento Refugio o Lucas Tañeda afecta, porque además de haberse ido un buen hombre, se despide de a pocos esa cada vez más rara especie de humor que hizo reír apelando al sentimiento, a la inocencia, al candor. Un género que hoy parece que no tiene lugar, que ha sido ocupado por el exceso que se aplaude y vende. Profesor con alma de niño, de corazón gigante, lo extrañaremos, donde esté formé una nueva vecindad, la que siempre recordaremos.

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