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Solemos hablar sobre asertividad, inteligencia emocional, incluso creatividad, soslayando que ninguna de estas es posible sin un progresivo desarrollo de nuestra honestidad emocional. Esta se relaciona con nuestra capacidad de aceptar nuestras emociones con apertura y sin juicios de valor. Debido a que las emociones en su forma más “cruda” disparan reacciones que nos incomodan (como la frustración), solemos catalogar algunas emociones como “buenas” y otras como “malas”. Pero las emociones no son ni buenas ni malas en sí mismas; son simplemente señales diferenciadas y algunas nos hacen sentir mejor que otras.

Por ejemplo, solemos catalogar a la rabia y a la tristeza como emociones “malas”, lo cual nos puede llevar a reprimirlas (esconderlas). Sin embargo, ambas son cruciales para nuestro bienestar integral. La tristeza es una señal de que hemos perdido algo importante; la rabia suele indicar que nos sentimos heridos. La clave es aprender a permanecer menos tiempo en las que nos hacen sentir mal y más tiempo en las que nos hacen sentir bien.

El primer paso para desarrollar la honestidad emocional es aprender a nombrar nuestras emociones y a observarlas sin que nos lleven a una acción. Por ejemplo, aprender a reconocer los síntomas físicos de cuando estamos con rabia (se nos acelera el pulso y la respiración, nos sentimos con la cabeza “caliente”) y detenernos un momento: ¿qué estoy sintiendo y por qué? El segundo paso es aprender a compartir nuestras emociones reales y escucharnos mutuamente sin asustarnos por lo que sentimos o siente el otro.

La escuela es el lugar ideal para desarrollar la honestidad emocional desde niños. Al fomentar un ambiente donde los niños comprendan que las emociones son señales y no sentencias, les damos la posibilidad de aceptar sus emociones e integrarlas en sus vidas plenamente, lo cual los enriquecerá enormemente.

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