Un país que abandona la planificación de largo plazo comienza a erosionar silenciosamente su propio porvenir. Lo que en apariencia parece solo una omisión técnica, pronto se convierte en una cadena de decisiones fragmentadas que empujan al Estado hacia la improvisación permanente. Sin una brújula estratégica, cada gobierno llega convencido de que debe empezar desde cero y cada administración se siente autorizada a desarmar lo avanzado para imponer una agenda distinta, aunque no necesariamente mejor.
La falta de un horizonte compartido quiebra la continuidad de las políticas públicas. Programas que podrían transformar sectores completos se extinguen antes de madurar, no por falta de evidencia, sino por falta de paciencia institucional. Esta discontinuidad genera desconfianza, no solo en los ciudadanos, sino también en los inversionistas que requieren estabilidad para apostar por proyectos que demandan décadas, no meses.
La ausencia de planificación también distorsiona la asignación de recursos. En lugar de priorizar inversiones estratégicas, se multiplican iniciativas dispersas, fragmentadas y diseñadas para resolver urgencias inmediatas más que problemas estructurales.
El país sin planificación pierde también cohesión territorial. Las regiones quedan atrapadas en ciclos de inversión errática, incapaces de articular proyectos que conecten su potencial productivo con el desarrollo nacional.
Planificar no significa adivinar el futuro, sino preparar al país para enfrentarlo con coherencia. Renunciar a esa tarea es aceptar un destino gobernado por la inercia, donde cada década repite los mismos errores con distinto decorado. Un país que no mira lejos termina condenado a caminar en círculos.




