La reciente aprobación de la denuncia constitucional realizada por el Congreso a un ex ministro del deplorable gobierno de Martín Vizcarra vuelve a poner sobre la mesa de la esfera pública la necesidad de generar políticas de Estado educativas en nuestro país. Solemos lamentarnos de los grandes males que nos aquejan: inseguridad, corrupción, falta de servicios adecuados, bajo nivel de la clase dirigente. Todos estos extremos, siendo ciertos, están ligados a nuestro nivel educativo.

La educación que busca transformar la realidad y convertir a los países en sociedades abiertas y desarrolladas es una educación innovadora y altamente tecnificada, orientada a la solución de problemas reales. La educación de los países pobres, la educación que condena a la miseria a los jóvenes es la educación ideologizada, la educación que distorsiona la realidad en busca de utopías que nunca se podrán alcanzar. El Perú ha padecido una crisis profunda donde la ideología se ha apoderado de la educación pública, incluso de la privada, debido a la distorsión global del relativismo, del pensamiento débil y de las ucronías revolucionarias. La ideología ha destrozado la educación peruana. El maniqueísmo ideológico ha pulverizado el esfuerzo educativo y nos ha condenado a los últimos lugares en los rankings internacionales.

¿Cómo superar este declive? La única manera es no perder el tren de la historia. O apostamos por una educación técnicamente solvente e innovadora o condenamos a toda una generación a la irrelevancia laboral. O convertimos a nuestro país en un hub de tecnología educativa o una vez más nuestros vecinos nos tomarán la delantera, superándonos en términos de productividad y competitividad. Por eso, oponerse a la modernidad educativa no solo es tonto, también es suicida. En concreto, matamos la esperanza de nuestros hijos, de esos millones de peruanos que merecen una mejor oportunidad.

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