Queda cada vez más claro para muchos que el porcentaje de avance en la ejecución presupuestal es un indicador limitado y “perverso” dado que no provee información real sobre la calidad del gasto y la culminación efectiva de obras de inversión pública. De hecho, termina siendo un indicador de la habilidad del jefe de Presupuesto, quien presionado por llegar a la meta tendrá que hacer modificaciones presupuestarias no programadas para llegar a ella. En conclusión, genera incentivos para desviarse de la programación original.
Otros incentivos perversos emergen en la gestión de obras públicas por el enfoque “hacendario” (es decir, de la hacienda pública o del presupuesto público) que se tiene para medir el uso de los recursos públicos y sus metas físicas. Entonces, cuando existan obras adicionales y en consecuencia, montos de inversión adicionales entramos a un agujero negro del cual ni la empresa privada ni el funcionario público saben si lograrán salir. Esto lo vemos reflejado en el número descomunal de saldos de obras o contratos resueltos que tenemos en el Perú.
En las obras públicas confluyen decenas de factores que provienen de nuestra ley de contrataciones que no recoge la problemática de la ejecución contractual, de la informalidad en la tenencia de tierras y de la multiplicidad de actores con opiniones vinculantes en las evaluaciones de impacto ambiental. Cada uno de estos factores tiene un impacto en el costo de los proyectos.
Separemos entonces el trigo de la paja, no todo es corrupción o no necesariamente se encuentra dónde pensamos. Los saldos de obra terminan siendo mucho más costosos que los proyectos originales y quienes miden el uso de los recursos públicos y sus metas deben entender esto. Ser el país de los saldos de obras y de las obras paralizadas no nos lleva a nada.