Conversaba con un amigo sobre la facilidad que tienen los hombres para separar el sexo del amor. Él me decía que ambas cosas se pueden disfrutar, pero que no hay nada mejor que el sexo puro y duro. Intrigada por su respuesta, le pregunté por qué para él el sexo es mejor que hacer el amor. Su respuesta fue: porque solo buscas tu placer y no tienes que preocuparte por satisfacer a la otra persona.

Esa respuesta me hizo pensar en ciertas acciones animalescas que aún conserva el ser humano. Lo que supuestamente nos diferencia de los animales es nuestra capacidad de pensar. Sin embargo, hay ciertas actitudes instintivas que conservamos de nuestro pasado salvaje y que se reflejan en muchos aspectos de nuestra vida cotidiana de modo inconsciente, especialmente en el plano sexual.

Por ejemplo, del cuerpo femenino, ellos se fijan en dos puntos: los senos y el trasero (esto último incluye a las caderas). ¿Por qué? La respuesta la tiene Darwin. Por el instinto animal de querer perpetuar la especie, los antiguos hombres se fijaban en mujeres de pechos grandes porque era sinónimo de abundante leche; y preferían las amplias caderas porque se asociaban con una mayor facilidad para los partos. El gusto se ha mantenido por miles de años.

El instinto sexual funciona en base a dos pilares: el deseo y el placer. Pero se dice que esto deja de ser instinto puro cuando se combinan el afecto y la inteligencia, ahí surge la sexualidad; aquello que los psicólogos definen como “orientación afectiva erótica”. Una experiencia -se dice- exclusiva del ser humano.

El sexo puro y duro -al que hace referencia mi amigo- me supone un acto impulsivo, una lucha cuerpo a cuerpo entre ambos amantes en busca de su propio placer, indiferentes a lo que la otra persona pueda querer o sentir. Un encuentro carnal donde sale a relucir ese instinto animal que todos llevamos dentro.