La institucionalidad que toda comunidad política debe alcanzar en una democracia no se reduce al ordenamiento jurídico vigente, expresa la consolidación de un pacto sobre: (1) cómo se ejerce el poder y respetan sus límites; (2) cómo se resuelven los conflictos para asegurar que tanto gobernantes como gobernados obedezcan los principios y reglas constitucionales.

Una institucionalidad fuerte permite prever el comportamiento de las autoridades, canaliza sus desacuerdos por vías pacíficas y legitima decisiones incluso cuando fueran impopulares. Se trata, por tanto, de ese “andamiaje invisible y previsible” que impide que una comunidad política derive en el caos o capricho de alguna entidad estatal. Sin embargo, no basta con tener principios y normas claras, importa también la competencia de quién las aplica, cómo las interpreta y cuánta cultura cívica las respalda. De ahí que la institucionalidad se concrete en la previsibilidad de las acciones sostenidas por el derecho, la confianza social y el respeto recíproco.

En tiempos de desafección y orfandad política, urge reivindicar una institucionalidad que conjugue eficacia con límites, y la potestad con rendición de cuentas. La política no es el arte de imponer, sino de convivir para buscar del bien común. El ejercicio legítimo del poder tampoco radica en imponerse sin frenos, sino en actuar con prudencia y dentro de claros marcos normativos. Por eso, el respeto a las instituciones no son un obstáculo, es el único camino para que la democracia pueda sostenerse en el tiempo.