Toda muerte es una tragedia. Lo sucedido con José Miguel Castro es la crónica de una desgracia humana con raíces políticas. Y en el escenario de esa tragedia, en el atrezzo de la desgracia, entre otros seres oscuros y pequeños, tendrán siempre un puesto de deshonor los intelectuales que apoyaron a la chalina. Seguro que muchos han olvidado las loas al villaranismo de los intelectuales de la progresía que apoyaron sin fisuras la gestión de Susana Villarán y los suyos, columnistas de diarios, profesores universitarios, autores de libros, periodistas consagrados. Todos estos productores culturales y líderes de opinión traficaron su independencia por ideología, dinero o prebendas múltiples, todo con tal de medrar. Eran el coro áulico de Villarán y ahora miran de costado y silban de perfil.

Me viene a la mente un video de una intervención de Vargas Llosa en la que pulveriza a los intelectuales orgánicos del PRI, entre los que figuraba Octavio Paz. El premio Nobel mexicano, sentado entre sus amigos los mandarines de la intelligentsia del PRI, tuvo que soportar la justa crítica de Vargas Llosa que descuartizó a esos intelectuales que, clamando independencia, en el fondo no eran más que servidores del poderoso de turno, arúspices del partido gobernante, mayordomos del gobierno establecido.

Los romanos lo comprendieron bien. Para ellos, el intelectual, el que sabía algo que los demás no sabían, tenía que ser independiente de todo poder constituido, para ser capaz de criticarlo y frenarlo, de ser el caso. Solo el intelectual independiente es capaz de frenar los excesos del poder. Por eso, los intelectuales ideologizados no son intelectuales verdaderos. Son comisarios de propaganda, pioneritos que juegan a la revolución mientras lloran por su pitanza.