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Clasificar a la Copa Mundial Rusia 2018 es un verdadero vía crucis para los peruanos. Un infartante calvario. Y, cómo no, las clínicas hacen su agosto en noviembre con electrocardiogramas como cancha y pastillas para la hipertensión arterial a granel.

Nacimos casi muertos en las Eliminatorias. Por ahí uno que otro puntito. Pizarro, Farfán, Guerrero y Vargas nunca pudieron cantar “vamo’ a ser feliz, vamo’ a ser feliz, felices los cuatro (‘fantásticos’ juntos)”. Hasta que Gareca se decidió a poner más hombres que nombres, y la melodía sonó mejor.

Los aplausos bajaron de las tribunas, donde se reclamaba sangre nueva. A partir de entonces empezaron a descollar “Orejas”, “La Pulga”, Cueva, Tapia, Carrillo y el mismo Corzo (por favor, que alguien le enseñe a sacar laterales). Atrás, en la defensa, el “Mudo” Rodríguez también se revitalizó. Y adelante, en el ataque, Paolo se forró de liderazgo.

Ya teníamos equipo, pero -con tantos puntos perdidos- el Mundial se hacía cuesta arriba. Y empezaron a sucederse los milagros. Goleamos a Paraguay en Asunción. Derrotamos a Uruguay en Lima. Del cielo -mejor dicho de Bolivia- cayeron tres puntazos por la mala inscripción de un jugador. Empatamos en “La Bombonera” con Argentina. Y vino el “la tocó, la tocó, la tocó, el arquero (Ospina) la tocó” para el empate con Colombia, que nos mandó al repechaje y a Chile a llorar a la playa (esa que se niega a compartir con Evo Morales).

“Si no sufrimos, no vale”, dice el lugar común. Nueva Zelanda es una escuadra ganable, pero algo pasó con los muchachos en Wellington. Seguiremos con el corazón en la boca hasta miércoles, cuando de la letanía pasemos a una fiesta nacional. Es justo y necesario.