El principio de irretroactividad de la ley es una garantía de justicia. Su raíz está en el aforismo romano lex prospicit, non respicit (la ley mira hacia adelante, no hacia atrás), que impide que una norma afecte hechos ocurridos antes de su vigencia. Un principio que se convirtió en pilar constitucional a fines del siglo XVIII, cuando la Constitución de Estados Unidos (1787) y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) prohibieron las leyes ex post facto, especialmente en el ámbito penal.

La razón es clara: nadie debe ser castigado por algo que, al momento de hacerlo, no era delito. Se trata de una protección contra el castigo arbitrario que resulta esencial para la seguridad jurídica y el debido proceso. Con el tiempo, el principio se extendió al Derecho Civil, blindando derechos adquiridos y relaciones jurídicas válidas. Pero existe una excepción igual de justa: la retroactividad benigna. Si una ley posterior beneficia al ciudadano —por ejemplo, al reducir una pena o despenalizar una conducta—, sus efectos sí pueden aplicarse retroactivamente.

De este modo, la irretroactividad no es un obstáculo al cambio legal, sino una brújula que orienta tanto al legislador como al juez. Se ocupa de proteger la confianza de los ciudadanos en el orden jurídico y evita que el pasado se convierta en un terreno movedizo. Por eso, si a ley no castiga hacia atrás es en razón a la defensa y esencia misma de un Estado de Derecho.