En apenas 108 páginas, “Jauría” (Tusquets, 2025), la primera novela de Patricia del Río, golpea fuerte en uno de los temas más abordados en la literatura peruana contemporánea: el terror sufrido entre 1980 y 2000, periodo también representado con notas periodísticas, una canción, una receta, un decreto legislativo y el poema “Katatay” de José María Arguedas. Con la esencia del periodismo, que da voz en lugar de interferir como un protagonista más de lo que se reporta, la autora construye el monólogo de la última mujer que, en algún pueblo andino sin nombre, cuenta la historia de cómo su entorno se ha convertido en una tierra de fantasmas y del cual solo quedan los perros que cuida como los restos de un momento desolador de la historia nacional. La voz narrativa se sostiene, por lo general no desentona, aunque tiene sus ruidos cuando la prosa, en algunos pasajes, toma un cariz más textual que oral, un riesgo inevitable que vale la pena correr en la escritura. Son diez capítulos, dolorosos, reveladores, en los que el horror es el aire que se respira a diario, junto a la incertidumbre de los enemigos y la desigualdad, en “los tiempos de la muerte” como los llama la sobreviviente. Tanta oscuridad se contrasta con las creencias, los pequeños gestos y el amor que la anciana todavía no ha perdido en el mundo y el que ha transmitido, a pesar de todo, a los animales que la acompañan en su soledad. Los perros reemplazan la ausencia de las personas, hasta donde llega el consuelo de la narradora, y también son el contrapunto de las acciones más salvajes del ser humano. Donde hay traición, está la lealtad de los perros. Donde hay abandono, brota la persistencia o terquedad del animal que va detrás de su familia o de lo que queda de ella. En la muerte de la madre, un perro protege al pequeño huérfano. Cuando ya nadie espera justicia o respuestas, los perros miran hacia donde parece que pueden encontrarla. La historia del perro Constante, por ejemplo, es más que conmovedora, con el triste don Félix y su hijo Cirilo, marcados por la tragedia: primero, una madre muere amamantando a su recién nacido porque un hospital está a horas de su hogar; después, la desaparición de los que quedan. Constante cuidaba “como gente” al niño. Fue el único que quedó vivo. “Imposible se volvió la vida. Lo mejor era vivir sin nombre, sin identidad, sin salir de casa y estar callado para evitarse problemas”, dice la mujer sobre esos años de violencias. La primera novela de Patricia del Río es un crudo retrato de una época terrible del Perú.