Valdir Espinosa, aquel entrenador brasileño que entendía el fútbol como una batalla por los espacios, dejó una frase que hoy podría tatuarse en la política peruana: “quien mejor y más rápido ocupa los espacios, gana”. El presidente José Jerí parece haberla aprendido de oído y aplicada al dedillo. Porque si algo ha quedado claro en estos meses es que ha decidido no dejar un milímetro libre para la oposición. Ha copado la cancha y la tribuna.
Jerí ha entendido que gobernar no es solo firmar decretos, sino gestionar expectativas, ese arte volátil que define al Perú más que cualquier Constitución. Ha dejado el escritorio —ese sepulcro de tecnócratas— para jugar su partido en la calle, donde los problemas no se ven, se viven. Su estrategia es emocional, casi instintiva.
Es un despliegue táctico que, en un país cansado de liderazgos ausentes, ha surtido efecto inmediato. Las encuestas lo celebran: Datum le otorga un 58% de aprobación y CPI un 55.9%, cifras que hace años no respiraba un mandatario peruano.
Su reciente “road trip” por las regiones es una estrategia típica de quien sabe que la imagen es capital político. En sus primeras paradas ha sido bien recibido porque, en el Perú, lo que se parece importa más que lo que es. El mandatario domina las redes y cada cámara disponible, convirtiendo todo en material propagandístico. Como señala el analista político Rober Villalva, Jerí no busca informar, sino conectar; no desarrolla ideas, sino presencia.
Pero la pregunta es inevitable: ¿puede sostenerse un gobierno movido más por percepción que por resultados? ¿Se construyen adhesiones duraderas a punta de recorridos, selfies y discursos breves? Por ahora, sí. La duda es qué ocurrirá cuando los problemas reales sigan sin resolverse. La imagen puede comprar tiempo, pero no soluciones.




