La reforma constitucional mexicana que aprobó la elección de jueces mediante sufragio universal ha generado serios cuestionamientos y temores sobre sus posibles consecuencias. En primer lugar, la democracia no exige que todas sus instituciones provengan del voto popular, sino únicamente aquellas relacionadas con el gobierno y la representación política en cuerpos legislativos. Estas instituciones, aunque poderosas, están limitadas por la Constitución y sujetas a estrictos controles. Por eso, en todo sistema democrático resulta importante distinguir las funciones políticas de las técnicas.

Los jueces, por su parte, están dotados de una autoridad que se deriva de un conocimiento especializado y socialmente reconocido. No solo deben contar con una formación sólida sino también con una experiencia acumulada que les permita impartir justicia en casos concretos. El derecho deja margen para su interpretación, pero los jueces deben garantizar su correcta aplicación para evitar cualquier vulneración a los derechos fundamentales, pues, si en la práctica los representantes electos cometen errores o incurren en arbitrariedades, el papel de los jueces es más técnico y la pluralidad de instancia es una garantía procesal. En ese sentido, la administración de justicia actúa como “la fuerza correctora ante cualquier desajuste en democracia”. Los jueces no deben seleccionarse según la preferencia del electorado, sino nombrados bajo un sistema meritocrático que garantice el Estado de Derecho y a cargo del mismo poder judicial. Lo contrario producirá que los partidos políticos organizados promuevan candidatos afines a la contienda electoral, comprometiendo los principios de independencia e imparcialidad de la judicatura. El remedio será entonces peor que la enfermedad.