No sorprende que los peruanos estemos profundamente decepcionados de la clase política. El hartazgo es evidente. Estamos hastiados de los arreglos bajo la mesa, del descaro con que se reparten cuotas de poder, de congresistas que legislan para sus bolsillos y no para el país. Hoy, más que nunca, quienes ocupan cargos públicos parecen lejanos, ajenos, casi parásitos. La política en el Perú ha dejado de ser un canal de representación y se ha convertido en un teatro grotesco de intereses personales.

No por nada, según la última encuesta de Datum, el 53% de los peruanos prefiere votar por un rostro nuevo, y el 68% lo haría por un partido político que no tenga pasado. Este no es solo un clamor por renovación: es una “sentencia de muerte” para los políticos de siempre. Es el grito colectivo de un país que ya no cree en sus representantes.

Pero en este vacío político, lo que estamos cosechando no es precisamente mejor. Con miras a las próximas elecciones presidenciales, Carlos Álvarez lidera las preferencias con 39% de simpatía. En tanto, Phillip Butters tiene 20%. Ninguno de los dos tiene trayectoria política, pero eso es justamente lo que los vuelve atractivos. La antipolítica se ha convertido en el nuevo camino a Palacio.

Lo grave no es solo que estos personajes carezcan de propuestas. Es que ni siquiera parecen sentir la necesidad de tenerlas. Pueden pasar horas en los medios despotricando, ironizando, dramatizando… pero ideas, lo que se dice ideas, ni una. Eso sí: repiten el mantra del outsider con una fe digna de secta. “No somos políticos”, “no tenemos ideología”, “nuestros asesores son de primera”. Con eso basta. Y lo peor es que, para buena parte del electorado, sí basta.