La democracia no es incompatible con los gobiernos de izquierda como algunos erradamente han hecho creer, pero sí con las dictaduras, sean de izquierda o de derecha. El último lunes 10 de enero, Daniel Ortega ha asumido por cuarta vez consecutiva el mandato presidencial de Nicaragua sin inmutarse ante el rechazo internacional y este régimen que lleva en total más de 26 años al frente del país -en dos momentos distintos, sí que es absolutamente contrario de los valores políticos que deben imperar en América y por supuesto en otras parte del mundo.

La deslucida toma formal del cargo reflejó el aislamiento que soporta el presidente de facto de 76 años, pues no estuvieron los jefes de Estado de países democráticos de la izquierda latinoamericana como México, Bolivia, Argentina y por supuesto el Perú. La indiferencia con Ortega por parte de los mandatarios de la región ha sido tan notoria que el propio presidente azteca, Andrés Manuel López Obrador, durante una reciente conferencia de prensa dijo no recordar siquiera la fecha ni la hora de la ceremonia de la toma de mando por cuarta vez consecutiva.


Me ha llamado la atención de que mientras las cancillerías de México y de Argentina fueron más audaces sintonizando con sus presidentes al emitir pronunciamientos de condena de la violación de los derechos humanos en Nicaragua cuyo carácter represivo es lo más visible que ha mostrado al mundo, en nuestro país, Torre Tagle de Oscar Maúrtua, vuelve a jugar su partido aparte y calculadamente en solitario sin interpretar la percepción del presidente de la República, Pedro Castillo, pues no han atinado a sacar una nota de prensa llamando la atención sobre la grave situación democrática en Nicaragua -siguen encarcelados los principales lideres de la oposición hechos candidatos para vencer a Ortega-, toda vez que el Perú es el país gestor de la Carta Democrática Interamericana.

En la política exterior y en la política internacional deben visualizarse las acciones gubernamentales que son atributos de los presidentes. Así jamás conseguiremos el liderazgo que perdimos. Los ejemplos de México y de Argentina son la manifestación más evidente del famoso refrán “juntos pero no revueltos” pero jamás será comprendido cuando se actúa sin carácter y sin convicción desentonando con la política exterior que dirige el jefe de Estado.